martes, agosto 01, 2006

Leído en *Toda la carne al asador* (II)

2. Selva Almada
[fragmento del Cap.2 de "Niños"]

La cabeza flotaba en la espuma de tules. Parecida a la de un santo. Y según como se la mirase, parecida a la de una novia envuelta en su velo.
Los ojos dormidos, la boca floja sin dientes ni palabra, las mejillas hundidas con la piel pegada a los carrillos.
Se veía tan independiente, perfectamente recortada, que por un momento pensé que estaba separada del cuerpo.
Para poder mirarlo de cerca, Niño Valor y yo nos pusimos en puntas de pie y nos agarramos del borde del féretro con sumo cuidado, temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte y nos salpicase los zapatos nuevos, los zoquetes blancos, las ropas de cumpleaños.
Nunca habíamos visto un muerto de verdad.

Temprano habían despejado el comedor de la hermosa casa de José Bertoni, lavado el piso, arrumbado todos los muebles en el dormitorio y quitado los cuadros de las paredes para que las mujeres de las estampas dudosamente orientales no alterasen la sobriedad de la sala. Sólo quedaron en dos hileras de tres, las seis sillas del juego de fórmica.
Era verano.

La manzana quedó sin flores. Las vecinas caían abrazadas a los ramos. Rosas, hortensias, malvones. Cubiertos los escotes con la mantilla azul de las glicinas. Oculto el pellejo de los cogotes tras las varitas de retama florecida. Sucias las faldas de hojas y espinas y cabos y pétalos sueltos; el olor de los sobacos mezclado al de las flores y el incienso. Nada excitaba tanto su generosidad de jardineras como un velorio en ciernes.
Enmudecieron todas las radios y televisores de la cuadra. Amonestaron al afilador de cuchillos que justo pasaba soplando su silbato. El run run de las avemarías salía por las puertas y las ventanas abiertas ganando la calle como una manga de langostas. Hasta los perros fueron mandados a cucha y obligados a callar. Sólo los gorriones, impertinentes, siguieron con sus cosas y, parecía hecho a propósito, chillaban como nunca, apareándose en los cables de la luz y revolcándose en la tierra suelta de la calle.

Se estaba velando a un hombre en lo de José Bertoni y, hacia el mediodía, no había uno que no estuviese de duelo.

De cuando en cuando la Cristina, hija del difunto y novia jovencísima de José Bertoni, se arrastraba hasta el cajón, apenas sostenida por sus fuerzas y derramaba la catarata negra de su pelo sobre el sudario blanco de su padre. Presurosas acudían las vecinas a sacarla, tironeándola de los hombros, de los brazos, y casi en vilo la llevaban a su silla y le daban cucharitas de agua con azúcar para devolverle el alma al cuerpo.
Estaba preciosa la Cristina con el vestido negro que le prestó mi madre y que le quedaba chico. Los pechos grandes a punto de caerse del escote. Era una doliente hermosa y patética: desarreglada la oscura cabellera, las ojeras pronunciadas, brillantes las pupilas arrasadas por el llanto.
Una tensión erótica atravesaba el aire como ocurre siempre en la desgracia. Las tetas caídas y estriadas de las vecinas, de golpe, parecían llenar los corpiños. Se endurecían los traseros como botones de rosa. Goteaban mieles de camatí los muslos.

Mientras, los niños arrastraban su aburrimiento acaracolado en el patio. De punta en blanco, bien peinados, las panzas hinchadas, llenas del jugo de naranja aguachento convidado en vasitos de papel. En vez de andar sueltos, pescando arañas en el campo, robando frutas de las quintas, tirándoles piedras a los camiones que pasaban por la ruta, o con la patas hundidas en el barro chirle de la laguna, haciendo lo que hacían siempre que para eso eran niños, los habían traído de prepo y a los empujones a velar un muerto. Y no los dejaban acercar al cajón por miedo a que se impresionen.
Niño Valor y yo los mirábamos de lejos, ignorando sus señas, sus intenciones de acercamiento y, para darnos importancia, de tanto en tanto nos encerrábamos en el dormitorio de donde salíamos al rato, acalorados y circunspectos.

Al atardecer, excepto dos o tres que se quedaron para que el tránsito de rezos no se corte, las vecinas se fueron a descansar las piernas. Después de estar todo el día paradas, las pantorrillas parecían bolsas donde se revolvían los gusanos azules de las várices.
Y llegaron los hombres, recién vueltos del trabajo, bañados, olientes a pino colbert y vermouth.
José Bertoni, que no bebía nunca, mandó traer del almacén unas botellas de ginebra y otras de licor dulce para cuando volviesen las mujeres.
Los hombres no eran de quedarse mucho junto al cuerpo. Se acercaban cada tanto y le echaban un vistazo como quien observa la carne asándose lentamente sobre la parrilla, un domingo, calculando cuanto falta para que esté lista, y enseguida volvían a reunirse con los otros en el patio, a conversar de sus cosas, tomarse otra copita y contar alguna anécdota del muerto.
La tardecita se iba haciendo noche clara, estrellada, con olor a pasto, a tierra mojada, recién regada por el camión municipal. Los murciélagos salían de sus dormideros y pasaban en vuelo rasante sobre las cabezas inclinadas.
(…)
Los velorios fatigan más que los cumpleaños. A la medianoche, Niño Valor y yo no podíamos tenernos en pie. Andábamos como sonámbulos agarrándonos de las faldas de las vecinas para no caernos y si teníamos la suerte de encontrar una silla vacía el cuerpo se nos resbalaba del asiento. Parecíamos ojeados: nos pesaba la cabeza doblada sobre el pecho como una flor con el tallo roto. Nos picaban los ojos. Teníamos hambre y sueño. En algún momento caímos dormidos.
Me recordé a la madrugada. Las primeras luces del día entraban por la ventana abierta del dormitorio de José Bertoni. Un viento muy suave movía las cortinas finitas, estampadas. Al lado mío, Niño Valor dormía con las ropas puestas. Nos vi en el espejo grande del ropero: en la cama doble parecíamos un matrimonio de enanos.


3. Julián López

Un paisaje dulce y triste como el fin del verano a la vera del Iberá. Una polca lejana, bella e insoportable, suena en la memoria de quienes ven esta escena. A lo largo de la orilla del río, grupos de niños rubios, descalzos y harapientos, pobremente vestidos y tan sucios. Más aquí, todos de espaldas, hombres llorones como el sauce.
De entre los chicos surge ella con su vestidito, su falda amplia y muy liviana. Tiene un aire distinto, la mirada dulce y limpia de rencor alguno. Ella es otra cosa. Ella es de otro pozo. Entonces despliega su sillita, abre su sombrilla, se calza los auriculares y espera.
Dice así:

¿Cómo dijo?

Ah no, pensé que me hablaba a mí.

¿Me puede decir para dónde queda el horizonte?
Gracias, porque tengo que esperar justo acá.
Si no después se quejan, que no hago bien mi trabajo, que tengo que ser más rápida, más sutil, más normal, más ejecutiva.

34 grados, 36 minutos Latitud sur.
57 grados, 23 minutos Longitud Oeste.
Retrogradación secundaria. Nova Régulus. Casiopea. Parábola del Arco Solar.
Listo, yastá. Ahora tengo que sentarme a esperar.
Si no se ofenden y no me hablan. No transmiten.

¿Alguien me trae una porción de lemon pie por favor?

Ay, no lo tome a mal pero yo tengo una tetera.
Y unas hebras de té inglés.
Y una taza.
Y un saquito negro, tejido.
Sí, claro, fui asignada al Delta del Paraná. No me quejo, a una conocida le toco Tandil, por lo de la piedra.
Pero de verdad yo prefiero tomar el té, por supuesto.
Prefiero eso a venir un domingo aquí tan lejos, yo que soy tan alta.

Yo hablo todo de corrido, ¿ve?
Y escribo a máquina sin mirar el teclado. Además soy una mujer fina, ¿ve?
Queda mal que lo diga yo pero es verdad, hablo todo así, ¿ve?
Y tengo piernas... Claro, soy una mujer intergaláctica.
Y una vez viví en Chejov. Y tuve un petit hotel y una hija y un Martini.
Y un visitante muerto que se quedaba todo así.
Qué enamorada que estuve ¡por Dios! Yo, con mi pata larga y mi sonrisa triste, ¡qué ingenua, qué enamorada!
Pero eso era otro país, otro mundo.
A mí... venir acá, ¿le parece? En esas naves de carga llenas de mujeres horrendas. Y petisas y gibosas.

Lo más parecido que encontré al paisaje de mi infancia son los jueves en el Tigre.
Ahí me siento, cerca del despeñadero, en medio del monte, en una sillita plegable, con un vasito plegable mientras despliego mi abanico.
Ahí mismo donde las niñas de un colegio inglés hacen su picnic y jadean con un solo dedo.
Ahí donde amarra la lancha colectivo y donde sangran los pedazos de ballena.
¿Se da cuenta?
Ellos me llaman al orden, me indican que debo abocarme exclusivamente a mi tarea pero yo no lo puedo evitar, soy una tipa sensible. Yo me siento así, la gran férula, la gran nínfula fosforescente y fluvial. La gran Gorgona, inmovilizada por el asfixiante abrazo de una hiedra.
Así me siento; una mujer vegetal, una mujer brotada.
Y pongo mi sillita y me siento, como dejando entrever el art nouveaux de mi cuerpo así, a la sins façon, a la que te criaste, como si no importara. Haciéndome la distraída cuando pasa la lancha colectivo y su estela de miradas indecentes.
Como si alguna vez me sonrojara de escuchar lo que gritan los choferes cuando navegan delante de mí y, ¡tan atrevidos!, pretenden vislumbrar mi tajo expresionista.
Y luego chocan con sus ruidosas embarcaciones populares que se embisten mutuamente y se incendian con un murmullo que acompaña las deliciosas tardecitas ribereñas.

¡Ay, justo! La declinación eclíptica!
QSL.QSL. El ansible. Respondan.
Repito: ¿Alguien me trae una porción de lemon pie, por favor?

¡Que languidez la imagen de las lanchas en llamas... y el sol como una boya absurda hacia el final del río atardeciendo!... y el sonido de los cuerpos transportados en dulce montón que a un tiempo se queman con gritito y a otro se ahogan y se dan vuelta y vuelven a chamuscarse y terminan llenando al río de motitas encendidas que van hacia la orilla.
Los ahogados mirando al cielo con las cuencas vacías, las ahogadas, en cambio, con los ojos podridos hacia el fondo, los brazos así. Y los niños... igual pero más chiquito.
Es que yo soy muy Wolf; muy Victoria.
Y abomino la insistencia del cordero que se empeña en alquilar la casita y en hacer asado
y en tener felicidad los fines de semana.
¿Vio qué estúpido ese animal lanudo?

¿El horizonte es para ahí seguro?

Venga m’hijo después de tanta embajada y tantos años yo ya puedo contarle un secreto, total, si me tienen que echar que me echen...
Si en un descuido, o persiguiendo una serpentina tierna y verde y deliciosa, el cuadrúpedo se desbarranca y cae al agua, usted puede mirarlo a los ojos sin abochornarse.
Sí, no tema, sea de una vez muy Winston, muy Macabi.
Sí, mírelo ahí, bien profundo. Descúbralo. Pero no lo toque.
Con sólo caer al Pilcomayo, o al Uruguay o al Anchorena, los rulos de blanca lana absorben tanta agua que el peso se hace insoportable y el animal muere ahogado sin siquiera intentar salvarse.

Recuérdelo para su próxima visita y no olvide consultar periódicamente el manual del debutante. ¿Lo haría por mí?

Qué cara de bueno.
Oia, mi perro se ha echado melancólico, mira hacia allá a través de las paredes y aúlla con inquietante nervio.
Es señal de que es la hora. Llegó la nave nodriza, la lancha colectivo.
Discúlpeme, ha sido un placer hablar con alguien tan dedicado pero llega indeclinablemente el turno. Definitivamente es la hora. Todo llega a su fin.
Debo volver a mi cocoon. Debo irme.

4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Leí y recordé otra bella loca que si no han tenido el gusto, pueden conocer en este texto:
http://www.nacionapache.com.ar/archives/421

Elizabetta y Limón, de J.R. Wilcock. Carne Argentina también.

3:44 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

aydesa, gracias por leer el texto, voy a echar un vistazo a nacionapache y al wilcock que decís, salud, julián.

3:30 p. m.  
Blogger Martin Villagarcia said...

para donde queda mi hogar? estoy un poco... perdido. digo, entre los vestidos que mi madre me dejo y el 5 de copas que me encontre en la calle, no hago un mapa que me diga para donde tengo que llegar.
hay que llegar, no?

quiero conocer al hombre detras del poema

12:18 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

hansel. ¡qué lindo lo que escribiste! muuuuchas gracias.
un abrazo.

9:03 p. m.  

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