Leído en *De carne somos*
2. "La nena secreta" [las tetas de la abuela]
Exteriores
Dame una mano y te agarro el codo. En el codo está la sortija y cada vez que damos otra vuelta el viejo flacuho y decrépito elige cuidadosamente quién va a ser el próximo acreedor de la felicidad. Mi abuela decidió que no me subiera a la vuelta gratis y que nos robáramos la felicidad, ahora la tenemos en casa pero no sirve para nada.
Interiores
Las tetas de una abuela son una cosa majestuosa: las colinas en las que reposa el castillo de su majestad (mucho más que la piedra inaugural y que el castillo). Mucho más que las tetas de una madre. Y las tetas de mi abuela (el pilar del deseo lactante anudado a un cartelito de “aquí no es”) son las tetas del mundo. Nadie podría pensar que mi padre sólo tiene tres hermanos. Ellas parece que hubieran amantado a todos los huerfanitos después de Auschwitz. Y mi abuela es católica, devota de la Virgen de San Nicolás, y por eso mismo no es mujer de andar cayendo en la seca ancianitud de decir: no me queda ni una gota de leche.
Ella siempre, fuente providencia de agua bendita, a ningún desahuciado le niega un trago. No valla a ser cosa que fuera Cristo que en traje de pobre andaba.
La incoherencia de la maternidad es haber conocido su panza. Y no lo digo por mi boca. Lo digo tácticamente, puro recuerdo frío de quién prepara la cena con estrategia, con la delicia con que el eunuco se dedica a la servidumbre, a puro dedo y manos de cocinera experta, las manos de ella, escrutando autoritaria, sobre la mesada, a ojo, los ingredientes que harían de su cena, nuestro pequeño placer permitido una noche de semana.
La incoherencia de la maternidad es haber conocido su panza. Y lo digo tácticamente, con el tacto infante de un cuerpo diminuto (uno o dos años) que es pura yema amarilla rozando la superficie abuela.
¿Cómo se concibe que las abuelas sean cálidas selvas tropicales? Cuando es inherente al ser-abuela achicharrarse en la vejez reseca de una piedra pómez peluda. Aunque reiteradas tardes me encargó el trabajo de drenaje de los pozos petrolíferos que cubrían su nariz yo ignoraba el lugar a donde conducían sus napas subterráneas (pensaba que deberían ser muy fértiles).
Llegaba la noche y ella me cubría con su manto relato de perdices y avecitas que se perdían en el bosque y volvían renovadas. Relato de hilo de seda que se entrelazaba con Jesucito y el ruego charlado en versión compañerito de cama y de juego que ella entregaba a los nietos como un arma para seducir la gracia oculta de los guardianes. Rezo profano que se trenzaba a su vez con los manjares podridos que arrimaba el insomnio y ella tomaba entre sus lenguas con las que seguía tejiendo el manto relato que me cubría la noche. Del punto cruz pasaba al encadenado y se iba ampliando sobre nosotras una chorrera de palabras a ritmo vareta o media vareta según el episodio que contara. Yo entrecerraba los ojos y me acurrucaba entretenida, entre sus tetas. Me sostenía la masa gigante de abuela sin sostén. Me protegía en el valle que se formaba entre sus colinas de Pacha Mama echada bajo la luna. Bajo la radio, bajo las estanterías abarrotadas de cosas por descubrirse y sin estrenar, bajo el techo bajo del entre-piso nos convidábamos bostezos que prometían la cercanía del sueño. La escuchaba hablar y hablar y hablar y me dejaba mecer por el ritmo marino de su panza, como flotar en el océano inmenso pero privado y sin miedo a ahogarme.
Sin embargo ninguna de las dos se dormía y la catarata de palabras que salía de su boca y nos cubría se iba tornando cada vez más espesa, exagerando la promesa del sueño hasta tener comezón en el anhelo.
Y lo contaba todo. Reproducía para nosotras los detalles del genocidio que estaba ella viviendo en su cuerpo. Mi abuelo la estaba matando, asesinando, masacrando, triturando, asediante, desencajado.
No, ella hubiese deseado todo eso. Lo sé porque mientras una oreja la escuchaba mi otra oreja estaba pegada a su estómago, entonces yo podía oír bajo su piel, bucear el idioma de sus entrañas, la sinfonía de ruidos enroscados (ilógicamente muy claros) que la contradecía.
Yo asistía al conteo de muertes luego de la guerra. Cada noche. Después de los cuentos y del rezo venía el melodrama carnal de los cadáveres que ella recogía de la masacre cruenta que la sujetaba a su hombre. Como niña, no me estaba permitido matar, apenas la tarea de llevar los cuerpos sin vida sobre un burro hasta su pueblo de origen. Parecía que la guerra no acabaría nunca. Dejaría de rodar el mundo antes de que la tregua fuera posible.
Pero los infiltrados que habitaban en la panza de mi abuela transmitían otros mensajes, en código morse. Idioma secreto que yo aprendí a descifrar en la abundancia de silencio que chorreaba de los muertos que trasladaba.
Mi abuelo no estaba matando. La vida seguía siendo tan cotidiana como siempre. Cuando siempre es sinónimo de la caída del pelo, de la grieta que se abre en el barro seco empezando un largo proceso de resentimiento hacia su interior.
Mi abuelo simplemente estaba dejándola morir. Entre sus ajuares de novia eterna la dejaba secar como a una momia dentro de la pirámide. A todas ellas las iba empolvando de distancia y olvido como quién maquilla un cadáver, bien de cerca. Una por una, las mujercitas que habitaban el cuerpo de mi abuela, iban cayendo muertas. Mi abuelo ni las miraba, a lo sumo alguna vez habrá pisado algún esqueletito fósil en el piso, pero nada más. Él no sabía que estaba matando. Con la rudeza obrera del trabajo. Una vuelta entera de reloj fuera de casa. Las manos lijadas. La falta de duda al agarrar el cinto para corregir a los mocosos. El hambre voraz del que exige el sudor de su frente sobre la mesa pero traga sin enterarse de que era pan.
Mi abuela se había quedado sin dientes ya hacía un tiempo. Yo tenía cierta aprensión por la dentadura sumergida en el vaso junto a nosotras, sobre la mesita de luz, delante de la virgencita fluorescente que se veía deformada por el agua, precedida por esa sonrisa sintética que parecía publicitar sus milagros.
La noche era nuestra. El abuelo dormía solo o no venía. Entonces yo me convertía en relleno para su panza abierta, me acurrucaba entre el repulgue de sus tetas donde cabía como una mamushka pequeña dentro de la mamushka grande.
Y ella comenzaba a extender sobre nosotras palabras que le salían por la boca en hilos de seda y subían al cielo-raso como fuegos artificiales, dibujando arriba una cúpula barroca de teatro de antaño. Un firmamento fetiche, burla dulce de la hermosura y cargadito, un ejército de angelitos y querubines que se toqueteaban y nos sonreían, escondiéndose tras las nubes, invitándonos a la jugarreta.
Entonces nos sumergíamos en el cielo del capullo de seda, íbamos flotando-colgando de los hilos dorados, como flotar en la parte honda de la pileta agarrada de las boyas-palabras. Y llegábamos hasta el fondo donde los angelitos se correteaban y reían volviéndose cada vez más regordetes y rosados, más pedigüeños y menos milagrosos, más zancudos y menos mariposa. Cada vez menos Jacks y más destripadores, más enjambre de abejas africanas. Nube de detalles zumbadores que secreteaban cosas y cosas, y cosas de otras cosas de mi abuelo. Y querían anidar dentro mío, hacer su panal en alguna parte, se me metían por donde podían. Zumbando. Derretían las entradas a mi mundoniño y me invadían. Detalles vikingos de mi abuelo llegaban a mi huerta preescolar y construían sus moradas. Perforaban la tierra para hacer sus cimientos.
El sueño, la guerra, la muerte bomba, no llegaba nunca. La vida seguía siendo tan cotidiana como siempre. Los muertos no eran recibidos en sus pueblos, sobre el lomo manchado de mi burro compañero se acumulaba una parva de brujas abuelas quemadas en la hoguera marital, abandonadas a la orilla del camino.
Un jueves, en un acto de patriótico desconsuelo, le pedí a mi abuela un sorbo de sus fuentes blancas. Entonces abrió el furor despampanante de su ofrenda, botón por botón, y entornó sus ojos de buda obeso. La vi delicada en la exuberancia asesina del gesto, rozagante y blanda. Zampé el ocico de mi burro viejo compañero en el aguijón su teta izquierda y prendió enseguida. El noble animal estaba ávido de sangre azul. Me quedé unos segundos mirando el rostro de la Virgen en pleno milagro, hasta que cayó el primer suspiro. Entonces deserté. Dejé la imagen de ellos encendida, con luz tenue y santa, y huí de la guerra calesita, sola, con una estampita de la virgen y el niño atrapada en la mano.
Ahora, cada vez que necesito un milagro casual, para florear de rosas blancas el vestido deshilachado de un verano o abrigar de magnolias la crudeza de algún invierno, me meto la estampita adentro del corpiño y salgo al ruedo.
Exteriores
Dame una mano y te agarro el codo. En el codo está la sortija y cada vez que damos otra vuelta el viejo flacuho y decrépito elige cuidadosamente quién va a ser el próximo acreedor de la felicidad. Mi abuela decidió que no me subiera a la vuelta gratis y que nos robáramos la felicidad, ahora la tenemos en casa pero no sirve para nada.
Interiores
Las tetas de una abuela son una cosa majestuosa: las colinas en las que reposa el castillo de su majestad (mucho más que la piedra inaugural y que el castillo). Mucho más que las tetas de una madre. Y las tetas de mi abuela (el pilar del deseo lactante anudado a un cartelito de “aquí no es”) son las tetas del mundo. Nadie podría pensar que mi padre sólo tiene tres hermanos. Ellas parece que hubieran amantado a todos los huerfanitos después de Auschwitz. Y mi abuela es católica, devota de la Virgen de San Nicolás, y por eso mismo no es mujer de andar cayendo en la seca ancianitud de decir: no me queda ni una gota de leche.
Ella siempre, fuente providencia de agua bendita, a ningún desahuciado le niega un trago. No valla a ser cosa que fuera Cristo que en traje de pobre andaba.
La incoherencia de la maternidad es haber conocido su panza. Y no lo digo por mi boca. Lo digo tácticamente, puro recuerdo frío de quién prepara la cena con estrategia, con la delicia con que el eunuco se dedica a la servidumbre, a puro dedo y manos de cocinera experta, las manos de ella, escrutando autoritaria, sobre la mesada, a ojo, los ingredientes que harían de su cena, nuestro pequeño placer permitido una noche de semana.
La incoherencia de la maternidad es haber conocido su panza. Y lo digo tácticamente, con el tacto infante de un cuerpo diminuto (uno o dos años) que es pura yema amarilla rozando la superficie abuela.
¿Cómo se concibe que las abuelas sean cálidas selvas tropicales? Cuando es inherente al ser-abuela achicharrarse en la vejez reseca de una piedra pómez peluda. Aunque reiteradas tardes me encargó el trabajo de drenaje de los pozos petrolíferos que cubrían su nariz yo ignoraba el lugar a donde conducían sus napas subterráneas (pensaba que deberían ser muy fértiles).
Llegaba la noche y ella me cubría con su manto relato de perdices y avecitas que se perdían en el bosque y volvían renovadas. Relato de hilo de seda que se entrelazaba con Jesucito y el ruego charlado en versión compañerito de cama y de juego que ella entregaba a los nietos como un arma para seducir la gracia oculta de los guardianes. Rezo profano que se trenzaba a su vez con los manjares podridos que arrimaba el insomnio y ella tomaba entre sus lenguas con las que seguía tejiendo el manto relato que me cubría la noche. Del punto cruz pasaba al encadenado y se iba ampliando sobre nosotras una chorrera de palabras a ritmo vareta o media vareta según el episodio que contara. Yo entrecerraba los ojos y me acurrucaba entretenida, entre sus tetas. Me sostenía la masa gigante de abuela sin sostén. Me protegía en el valle que se formaba entre sus colinas de Pacha Mama echada bajo la luna. Bajo la radio, bajo las estanterías abarrotadas de cosas por descubrirse y sin estrenar, bajo el techo bajo del entre-piso nos convidábamos bostezos que prometían la cercanía del sueño. La escuchaba hablar y hablar y hablar y me dejaba mecer por el ritmo marino de su panza, como flotar en el océano inmenso pero privado y sin miedo a ahogarme.
Sin embargo ninguna de las dos se dormía y la catarata de palabras que salía de su boca y nos cubría se iba tornando cada vez más espesa, exagerando la promesa del sueño hasta tener comezón en el anhelo.
Y lo contaba todo. Reproducía para nosotras los detalles del genocidio que estaba ella viviendo en su cuerpo. Mi abuelo la estaba matando, asesinando, masacrando, triturando, asediante, desencajado.
No, ella hubiese deseado todo eso. Lo sé porque mientras una oreja la escuchaba mi otra oreja estaba pegada a su estómago, entonces yo podía oír bajo su piel, bucear el idioma de sus entrañas, la sinfonía de ruidos enroscados (ilógicamente muy claros) que la contradecía.
Yo asistía al conteo de muertes luego de la guerra. Cada noche. Después de los cuentos y del rezo venía el melodrama carnal de los cadáveres que ella recogía de la masacre cruenta que la sujetaba a su hombre. Como niña, no me estaba permitido matar, apenas la tarea de llevar los cuerpos sin vida sobre un burro hasta su pueblo de origen. Parecía que la guerra no acabaría nunca. Dejaría de rodar el mundo antes de que la tregua fuera posible.
Pero los infiltrados que habitaban en la panza de mi abuela transmitían otros mensajes, en código morse. Idioma secreto que yo aprendí a descifrar en la abundancia de silencio que chorreaba de los muertos que trasladaba.
Mi abuelo no estaba matando. La vida seguía siendo tan cotidiana como siempre. Cuando siempre es sinónimo de la caída del pelo, de la grieta que se abre en el barro seco empezando un largo proceso de resentimiento hacia su interior.
Mi abuelo simplemente estaba dejándola morir. Entre sus ajuares de novia eterna la dejaba secar como a una momia dentro de la pirámide. A todas ellas las iba empolvando de distancia y olvido como quién maquilla un cadáver, bien de cerca. Una por una, las mujercitas que habitaban el cuerpo de mi abuela, iban cayendo muertas. Mi abuelo ni las miraba, a lo sumo alguna vez habrá pisado algún esqueletito fósil en el piso, pero nada más. Él no sabía que estaba matando. Con la rudeza obrera del trabajo. Una vuelta entera de reloj fuera de casa. Las manos lijadas. La falta de duda al agarrar el cinto para corregir a los mocosos. El hambre voraz del que exige el sudor de su frente sobre la mesa pero traga sin enterarse de que era pan.
Mi abuela se había quedado sin dientes ya hacía un tiempo. Yo tenía cierta aprensión por la dentadura sumergida en el vaso junto a nosotras, sobre la mesita de luz, delante de la virgencita fluorescente que se veía deformada por el agua, precedida por esa sonrisa sintética que parecía publicitar sus milagros.
La noche era nuestra. El abuelo dormía solo o no venía. Entonces yo me convertía en relleno para su panza abierta, me acurrucaba entre el repulgue de sus tetas donde cabía como una mamushka pequeña dentro de la mamushka grande.
Y ella comenzaba a extender sobre nosotras palabras que le salían por la boca en hilos de seda y subían al cielo-raso como fuegos artificiales, dibujando arriba una cúpula barroca de teatro de antaño. Un firmamento fetiche, burla dulce de la hermosura y cargadito, un ejército de angelitos y querubines que se toqueteaban y nos sonreían, escondiéndose tras las nubes, invitándonos a la jugarreta.
Entonces nos sumergíamos en el cielo del capullo de seda, íbamos flotando-colgando de los hilos dorados, como flotar en la parte honda de la pileta agarrada de las boyas-palabras. Y llegábamos hasta el fondo donde los angelitos se correteaban y reían volviéndose cada vez más regordetes y rosados, más pedigüeños y menos milagrosos, más zancudos y menos mariposa. Cada vez menos Jacks y más destripadores, más enjambre de abejas africanas. Nube de detalles zumbadores que secreteaban cosas y cosas, y cosas de otras cosas de mi abuelo. Y querían anidar dentro mío, hacer su panal en alguna parte, se me metían por donde podían. Zumbando. Derretían las entradas a mi mundoniño y me invadían. Detalles vikingos de mi abuelo llegaban a mi huerta preescolar y construían sus moradas. Perforaban la tierra para hacer sus cimientos.
El sueño, la guerra, la muerte bomba, no llegaba nunca. La vida seguía siendo tan cotidiana como siempre. Los muertos no eran recibidos en sus pueblos, sobre el lomo manchado de mi burro compañero se acumulaba una parva de brujas abuelas quemadas en la hoguera marital, abandonadas a la orilla del camino.
Un jueves, en un acto de patriótico desconsuelo, le pedí a mi abuela un sorbo de sus fuentes blancas. Entonces abrió el furor despampanante de su ofrenda, botón por botón, y entornó sus ojos de buda obeso. La vi delicada en la exuberancia asesina del gesto, rozagante y blanda. Zampé el ocico de mi burro viejo compañero en el aguijón su teta izquierda y prendió enseguida. El noble animal estaba ávido de sangre azul. Me quedé unos segundos mirando el rostro de la Virgen en pleno milagro, hasta que cayó el primer suspiro. Entonces deserté. Dejé la imagen de ellos encendida, con luz tenue y santa, y huí de la guerra calesita, sola, con una estampita de la virgen y el niño atrapada en la mano.
Ahora, cada vez que necesito un milagro casual, para florear de rosas blancas el vestido deshilachado de un verano o abrigar de magnolias la crudeza de algún invierno, me meto la estampita adentro del corpiño y salgo al ruedo.
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