domingo, diciembre 31, 2006

Ciclo Mantis 2006

Carne de cañón [Junio 2006]


De carne somos [Julio 2006]

viernes, diciembre 29, 2006

Manifiesto mercedario

No me gusta la música y me sorprende que alguna vez, durante tres meses del año 0 de esta centuria, mi única actividad fuera escuchar el disco amarillo de Belle & Sebastian y pasearme desnudo y extasiado por el monoambiente.
El guiño generacional me parece una abominación de la existencia, odio cuando todos se abrazan y cantan temas de Divididos o Las pelotas.
Odio eso más que al reggae y casi más que a las cuadrillas de Puan en su diatriba contra el punto y coma.
Odio los suplementos de cultura porque no los entiendo y porque yo nunca leí lo que corresponde y también porque a veces firma Fresán.
Odio el cine y sí, desde ya, odio más que a ninguno al norteamericano, Tito de Niro me parece un flan marca Ilolay atascado en una heladera que cierra mal, de un almacén de ruta, camino a Curuzú Cuatiá.
Es verdad que algunos cuentos me encantaron y que algún poema hace que valga la pena amarrar la vista y encadenarla a la letra unos instantes, pero eso de la literatura.
OK. es cierto: la gente de teatro es una puta mierda pero los escritores, ¡mi dios, qué manga de giles!
Estoy demasiado gordo, demasiado pelado y eso de que el tiempo es una ilusión lo sabe bien mi precioso culo; todo mi sex appeal se reduce a ser casi un espástico social.
Iupi, ahora está de moda ser un fric, al fin una pegada.
El mundo me abruma con su vulgaridad y mis temas de conversación, como está expuesto y queda dicho, me dejan orgullosamente más del lado de la Chechu de Cuestión de peso que del de los Karamazov.

Este fin de semana vinimos a Mercedes, así se llama mi mejor amiga que vive en Sevilla desde hace demasiado, a presentar la editorial Carne Argentina y a pasar unos días con estos viejos amigos nuevos que parecen empeñados en hacerme sentir bien.
El momento que me prometí fijar es este: son las 7 del crepúsculo del domingo mercedino, ya es tarde para que estos cuerpos estén así desparramados alrededor del rectángulo de agua clorada, bajo un océano de nubes tormentosas que aún no precipitan la inmensidad de su piscina en gotas.
Los álamos bardean por los pasillos de viento entre las hojas, son una hilera de cuerpos verdes al costado de nosotros, también violines. Dvorak se prende a la guitarra y por vez primera nos manda a callar con dulzura, entonces todos demoramos la tremenda ingeniería del bolso para la partida.
En tanto yo los miro a ustedes con adoración calma: manada satisfecha clavando las uñas en lo último del terraplén antes de caer al precipicio de la vuelta a Buenos Aires. Me miro a mí participando enérgicamente de los muchos planes para volver a estar juntos y pienso que después de todo no puede estar tan mal comer como chancho y engordar al borde de la alberca, dar lástima organizando bailes acuáticos que creemos deliciosos, planear Martinis y nuevas comilonas y nuevos libros que no necesita el mundo y craneando acercar a lo posible los amores que sólo a mí se me puede ocurrir esperar.
No puede estar tan mal que todos y cada uno, luego del deleite de la aceituna en la copa de cristal, secretamente, creamos tener tanto estilo como el fabuloso nadador de Cheever.

Vuestro, siempre. López.

lunes, diciembre 18, 2006

Hai ku narrativos de Mercedes

Somos personajes de Cheever. Un pueblo.

Perro, avispas, grillo, tigre, gallos en guerra, gusanos de agua, calavera de vaca en medio de la pampa, elefante en la playa, chancho con sentencia de muerte, arañas barridas por los recién llegados.

Somos una zoología casi fantástica.

Siempre reunidos alrededor de algo: una mesa, una pileta, una pista de baile o un fogón imaginado en madrugada, empanadas, fideos en salsa, asados, diarios. Como planetas en órbita. Tal vez el Russi –estando allá– habría podido intuir la luz que emanaba de cada uno; y las sombras, y los contrastes.

¿Qué nació de esa mujer llamada Mercedes? Algún parto hubo y no nos dimos cuenta hasta que descendimos al pavimento.

Amigos, volvamos para cantar los finales que nadie recordaba.

¿Y después?

Después olvidémoslos, para volver.

Alejandra Zina

Carne Argentina en Mercedes

sábado, diciembre 16, 2006

Anticrónica de Mercedes

A los entrañables del quincho dedico esta anticrónica desde el túnel del tiempo.

Más bien (herencia literaria de mi abuela que no logro pulir) hablemos de un lío de impresiones y sensaciones inesperadas. Empecemos por la pileta; con la pulpito (¿te acordás, Ozzzi? —me suena un Ozi, Ozzie, Ossie, Osie o algo así que no sé por qué me suena; el Tigre seguro ya lo sabe, pero mi memoria parece la de mi detective Azevedo, ahora también surge Osborne, pero tampoco sé de dónde lo saco). Bueno, con la pulpito me pasó lo mismo y de atorado que soy dije ¿Y eso qué es? Don Fulgencio, mi héroe de infancia. No la tira cómica, porque no la entendía si mi abuelo no me la explicaba, pero esa bolsa de papas con anteojitos, según me atrevo a recordar, despertaba mis sentimientos más tiernos (o quizás fuera piedad pero traducida para menores) y en algo influía el olor a tinta y papel de las cinco de la tarde. Mi abuelo, don Fulgencio, la pulpito.

Así entró Mercedes: como una estocada, igual que la tremenda bienvenida de Carmen. Este pueblo va a doler, me dije. Chocolatada para Nubia y todo un cuarto contemplado al detalle y la nena chocha me dirá antes de subir al Chevallier de regreso: me quisiera quedar a vivir en Mercedes; y, como yo, se distrajo en otras cosas para no darse cuenta. Ojalá lleguemos antes de que se largue, dije al toque mirando la ola de nubes que se venía.

Y volvamos a la pileta, donde Ozzz y Tigre (el de Winnie Pooh y sus amigos más bien por esos días) hablan de un hipotético partido de pelota en la pileta y surge la pulpito como emblema. Quedó picando la condenada pelota (y no precisamente en la pileta). Está bien que soy de Estudiantes de la Plata y que puedo hablar de fútbol cada 35 años, está bien que soy perro pero canichito para el tratamiento del balón, está bien que mis goles “encontra” han sido memorables y de una convicción irreprochable, está bien que todos se pelearan por NO incluirme en sus equipos, pero de ahí a olvidarse de que existió una cosa esférica llamada pulpito hay un trecho o una costra que impide ver del otro lado.

En el quincho nos mimamos, una orgía de fluidos literarios terminan por adobar el polimorfo tendal de la parrilla que sabe más rico que nunca por exclusiva culpa de Grillo y tan breve, tanto que hasta se alude por ahí de gesto y palabra a las técnicas de la gran comilona. Periódicos sobre la mesa, sobre las rodillas, flotando entre las manos configuran una mixtura de restorán chino y sírvase todo lo que pueda en el mismo plato y hártese, trague, trague que no se trata de pulcritud babilónica sino de cebar la vida. Resultado: sábado a la noche en Talía. El pueblo del quincho, un pueblo salió a hablarle a otro pueblo, sale a hablar aunque el auditorio al principio prefiera comer duraznos y escuchar a ¿cómo se llama? ¿Menta y qué? Otra vez mi memoria. Carmen se lamentará al día siguiente de no haber ido a panfletear a la fiesta del durazno, compungida, seguro que ahí conseguía unas cabezas más para la filmación de Grillo pero no, Carmen, lo importante fue haber hablado, que haya gente como usted que da lo que tiene y puede para que otros se fogueen en el arte del habla. Un par de chinitas parlonas, Lola y Nubia, saben de qué se trata. Si cuento las palabras gastadas por esas dos, día-tarde-y-noche, me ahogo. Nadie las oyó, como le gusta a Selva, pero de literario tenían todo un mundo en sus lenguas: habrá una noche de Talía para ellas y ahí uno entiende de qué sirve fluir sin ton ni son hasta humearse en la carne.

Este pueblo de quincho ablanda demasiado las costras. Me siento como en el circo, y de chico, viéndolos a Veríssimo y el negro Oyola dándose sin piedad, les faltaron los cachetazos chasco y el aplauso porque las carcajadas sobraron; anonada ver a López paternalizando la cabecera con su habano y al rato oírlo decir ya sé que no soy bonita. Y tantas veces se dice buenos días a tantas horas diferentes a ojos hinchados de sueño, que uno se siente como cayendo del túnel del tiempo sin la clara idea de encontrarse con merendantes o desayunantes. Lo lindo: prenderse y saborear una factura vieja y calentada a nuevo por Déborah que se hace agua en la boca. Los mates tapados, eso sí que no, Selva; y el palo santo que se apaga frente a los ateos (yo) como esa rama que detecta agua en la tierra: López sigue anonadando. Palo santo, habano, no soy bonita. En un aparte, compartiendo un social daikiri (¿se escribe así?) a la Grillo, el Tigre machaca con su fija: unirnos, sumar, arremeter y marcar territorio; se le veía en la cara que este equipo lo emociona, como diría el Cholo Simeone de esa escuadra rojiblanca que hoy espero le rompa el ortex a los nuevos ricos bosteros. Hasta que ahí mismo me tira: tenés que leer más, O; y el fantasma de la pulpito vuelve a picar. Este pueblo ablanda demasiado y voy a terminar confesando que por amor a una mina recorrí ochocientos kilómetros en bicicleta y ni lo llego a pensar que ya Ozzz lo sabe en la pileta y le estoy contando la conversación de un ciclista y un colectivero en plena marcha por la ruta a Mercedes, pero Villa y no ésta.

Demasiado y para colmo recuerdo las previas al festejo del cumple de Sandra: los machaques sobre Ozzz para que no saliera a felicitar a terceros. Juan teniendo la vela. La foto colectiva que todo pueblo se debe. Tanto mimo ablanda demasiado.

Es hora de rajarse y tomarse un respiro. Pero allá está Carmen y se van los minutos hablando de indios y malones y termina prestándome dos incunables que me enterrarán otro poco en los cementerios pampas. Además, tengo tiempo de oír sus pasos por tremenda casona: galería de arte, galería de juegos, de viajes y caigo en que todo, cada cosa de ahí, empezó en sus entrañas; y la sonoridad única y ahuecada sin remedio de esos pasos entonces me emociona: se cargan de respeto las idas y venidas sin descanso de Juan entre su casa, su mujer (titiritera asada en una feria del durazno que recién se pone buena cuando no conviene a Talía) y el pueblo del quincho.

Ha pasado Talía, me levanto, mañana silenciosa y sé que Carmen estará en la cocina, lo que no sospecho es el abrazo que recibo y la vibración del buenos días, como si Talía recién acabara y yo hubiese sido el rey de la noche. No. No era a mí al que abrazaba sino a los del quincho, ese pueblo, y muchos años y voluntades haciendo lo posible.

Quedan Mr y Mrs Pandolf. Cantantes cuando no estuve. Son esos paralelismos que uno jamás podrá vivir y deberán compaginarse con una conversación o una catedral o el sabor del mascarpone con frutos del bosque. Aunque suene a coliflor, estaba riquísimo, y más, con música de fondo.

Odiseo Sóbico

Carne Argentina en Mercedes

miércoles, diciembre 13, 2006

Breves apuntes de Mercedes

A Oz, Deborah, Odiseo, Sandra, Grillo, Lilian, Zina, Veríssimo, Paula, Mica, Seba, Oyola, Juan, López, Lola, Nubia, con quienes tanto quiero y tanto tengo.

El mediodía del domingo estamos todos cerca de la pileta. Como en El nadador de Cheever, todos bebimos demasiado las noches anteriores. Y ahora, alrededor de la mesa de la galería que se abre al parque inmenso lleno de árboles, bebemos cerveza y margarita mientras los pollos de campo se asan lentamente (como no son las aves engendradas por Guinot y la Biocorp, más tarde, nos disputaremos las patas crocantes con las niñas del grupo, Lola y Nubia que, además de ser dos criaturas hermosas, tienen la maravillosa capacidad de divertirse solas y necesitar poco y nada de nosotros: para alguien como yo, que sólo adora a los niños literarios, este par es perfecto y entrañable). Destripamos dos diarios del domingo y la Ñ. Ninguno de nosotros aparece en las páginas, por supuesto, y nos divertimos inventando titulares que nos involucren. En breve, cuando el Tigre por fin sea famoso, la crítica local, estamos seguros, va a compararlo con otro escritor, sólo porque el otro llegó antes: pero, sépanlo, nuestro Oyola es más negro.
El crimen de Norita ocupa más páginas que la Dalia Negra, la novela de James Ellroy que llegó al cine y se estrena por estos días en Norteamérica. Me quedo sin leer la entrevista que le hacen a Ellroy y me recomienda mi amiga Zina, pero leo otra que me pasa, la nota de un fotógrafo sobre otro, argentino, de origen japonés, amateur, enamorado silencioso de la mujer que retrata, muerto a los 28 años, tan romántico y oriental, poniendo el ojo de su cámara sobre un grupo de chicas japonesas en un club de Burzaco en la década del 50.
La conversación crece y los temas y las voces se entremezclan. A un costado, mientras trato de seguir un artículo sobre el crimen de Norita, un refrito sin novedades de lo que estuve leyendo toda la semana, pienso que mis amigos son muy gritones y que los quiero y me siento dichosa de haberlos encontrado en este mundo.

Llegamos el viernes a la mañana a Mercedes. Algunos en auto, otros en micro y el resto en tren puteándolo a Oyola, el artífice de la travesía sobre rieles que los tuvo dos horas y media con el corazón en la boca rodeados de una fauna poco amigable del conurbano bonaerense. Prometen cagarlo a trompadas cuando se repongan del susto y el Tigre pone su mejor cara de gatito que rompió un adorno, esa expresión que tiene cuando levanta los hombros y sonríe.
Almorzamos unos fideos con salsa que prepara Lilian, mi hermana linda como le dice Veríssimo desde que la vio en unas fotos. Lilian es una cocinera exquisita, de esas que pueden hacer un manjar con poco. Y es que mi linda hermana es de esos espíritus que embellecen todo lo que tocan –cierta vez, en el año más triste de nuestra vida familiar, llevamos a nuestra sobrina a una pseudo granja donde además de dos cabras y una oveja había más de doscientas especies de gallinas; hacía mucho calor y era un sitio apestoso, pero en un momento llegamos a una jaula donde había un faisán dorado: Lilian se detuvo frente a la jaula y sus grandes ojos verdes brillaron como los de Astroboy y dijo: parece un príncipe y fue de lo más genuino y hermoso que he escuchado en mi vida.
Después de una siesta larga nos vamos a la pulpería de Cacho, la única que queda en pie según leí hace un tiempo en una revista. Apuramos unas cervezas y unas tablas de salamín y queso. Los cascarudos rebotan contra las puertas cerradas del local y pienso que si Cacho, a los cincuenta, está aún soltero es porque sus novias huirán espantadas creyendo que el matrimonio incluye limpiar las espesas y añosas telas que las arañas van tejiendo sobre los estantes y las botellas. En las paredes hay fotos que lo muestran al dueño de muchacho metido en unas ajustadas camisetas de fútbol. Alguien me cuenta que Cacho fue crack de un equipo de la zona. También hay cartones con frases populares, una silla maldita donde el que se sienta muere a la brevedad, y un frasco con un feto de chancho. También hay una chica que lo ayuda, jovencísima, bonita y de rasgos aindiados. Por un comentario que él hace yo digo que es la novia y el resto me dice que estoy equivocada, defendiendo apasionados el celibato del último pulpero.
De allí partimos a la casa de Carmen, la madre de Juan Guinot y nuestra manager mercedina, la mujer que armó todo para que vayamos a leer el sábado al teatro Talía. Comemos empanadas y bebemos cervezas y le festejamos el cumpleaños a Sandra, la bella colombiana que endulza la vida de mi querido Odiseo y nos azucara a nosotros los oídos con su acento.
Vueltos a la quinta. La primer noche en el campo. La temperatura ha descendido y hacemos un fuego. Escuchamos los pocos discos que lee la compactera hasta que Seba Pandolfelli trae su guitarra, se despoja de la timidez como aquella vez del impermeable de exhibicionista y nos muestra esas lindas milongas que compone mientras Mica le apunta los versos que él no recuerda bien. Algunos se van yendo a dormir y otros nos quedamos. Hasta bailamos. Y la mañana del sábado empieza a caer sobre los árboles del parque.

El sábado, Grillo, el gran asador, improvisa un almuerzo tirando sobre las brasas lo poco que se encuentra en las carnicerías. Hay paro de ganaderos. Pero nuestro parrillero estrella no se amilana y de sus manos de prestidigitador de los carbones encendidos van saliendo bocados deliciosos que dejan satisfechos a todos, aun a las chicas caprichosas con la comida como esta cronista.
Ese sábado hay que hacer todo rápido: comer, tirarse a la pileta, bañarse y salir para el teatro donde hacemos la presentación de carne argentina.
Llegamos a las 20.30 al teatro Talía. El sitio se fundó hace 45 años por un grupo de Mercedes que es el que nos recibe. Roberto Altieri, nuestro contacto, nos espera amabilísimo. Lala, antes apuntadora y hoy tesorera, convida caramelos. Como es la 31 fiesta del durazno ese fin de semana y hace mucho calor y de ser mercedina, me quedaría en el patio, descalza, tomando cerveza fría, viene poca gente al espectáculo. Pero a decir verdad no nos importa demasiado. Es la primera vez que estamos en un escenario de teatro con telón y camarín y todo eso. Salimos al ruedo como si en vez de 30 hubiese 300 personas y lo hacemos. Y brillamos. Zina y yo, despojaditas, solitas nuestras almas leemos sendos relatos con personajes niños, las dos chicas de negro con luz ámbar que nos hace difícil la lectura, pero salimos al paso. Oz y López, ataviados y oscuros a la vez que luminosos, desgranan sus relatos tremendos. Todos contentos porque estamos todos juntos y lo hicimos de nuevo! Al final, Lucas Guinot, engalana la noche con su teclado y sus melodías y su aire decimonónico y sus bermudas y su tremendo, su tremendo cuelgue (parafraseando al López iracundo de mis desvelos).
Volviendo a la quinta, un choripán y unas cervezas en una parrilla al paso con un mozo que usa todos los epítetos posibles con Oz: papi, capo, jefe, etc. Un gritón insoportable. Caminata a la luz de la luna, otras cervezas en la galería, se va apagando la noche, y volvemos al principio de la crónica que empieza a ser el final de tres días hermosos en Mercedes.

Todos bebimos demasiado. Citando el comienzo del cuento de Cheever, con un margarita en la mano, Grillo dice que podría ir nadando piletas hasta Buenos Aires.
Antes de partir los muchachos se divierten, hacen una coreografía a lo Esther Williams en el agua y otras piruetas.
Antes de partir, el cielo se encapota y rugen truenos y me pongo melancólica como siempre que tengo que marcharme de un sitio donde lo estoy pasando más que bien.
Antes de partir tomamos mate y comemos facturas alrededor de la pileta y todo se vuelve más íntimo y silencioso.
Las nubes, gordas, grises, se van juntando, formando un cielo compacto, la promesa de una lluvia que se precipitará de un momento a otro.

martes, diciembre 12, 2006

Leído en *Celebración de la carne* (IV)

4. Juan Guinot [Hamsters]
(fragmento de su novela inédita)
El televisor de plasma se apagaba solo ni bien reconocía que la familia Ledoux se había quedado dormida. Dentro del departamento se escuchaban dos sonidos: la brisa del Mediterráneo y la ruedita del hamster dando vueltas sin parar.
Como si se tratase de una díscola “Vuelta al Mundo” de parque de diversiones, los dos aros paralelos hacían “chiqui chiqui chiqui”. Entrada la madrugada el rendido animalito abandonaba el anillo de un salto. La inercia de las tracciones de sus patitas dejaba al aparato girando en una vuelta más de fantasma.
En la veterinaria de La Garde, a Jean (Papá Ledoux) le habían asegurado que era hembra.
En el trayecto de regreso al hogar, el hamster le originó un repentino ataque de alergia y no paró un minuto de estornudar. El parabrisas interior salpicado por gotitas de saliva le dificultaba la visión de manejo. Maldiciéndolo le puso nombre: “Cocot”.
Aquel día sorprendió a todos con la pecera en la mano. La primera en verlo fue su mujer (Anne Marie) y casi se murió del espanto: “¡Una Rata!”.
Alertados por el alboroto llegaron Phillipe y Colette. Le arrebataron a Jean la pecera con el hamster y la encastraron al lado del televisor.
En ese preciso instante Colette lanzó eufórica: “¡Sophie!, se llamará Sophie”, en clara alusión a la famosa modelito de nueve años.
El animalito había pasado de ser un anónimo roedor de vidriera a gozar simultáneamente de un triple bautismo: Sophie, Cocot y Rata.
La situación de ser heterónomo cubrió su verdadera identidad, empezando porque se trataba de un macho y culminando porque no era más que un ratonzuelo fallido (de los más de un millón nacidos sin cola), rescatado de los laboratorios de biotecnología y entrenado en el oficio del cobayo.
Instalados en el comienzo del año dos mil dieciocho el nuevo bichito con pecera no paraba de rolar sobre la rueda.
Los miembros de la familia se rieron al verlo en loca carrera y le demostraron su aprecio llamándolo cada uno por su nombre. “Sophie –Cocot – Rata”. Enternecidos por las morisquetas se apiñaron los cuatro para contemplarlo.
Los quitó del trance la tele. La señal indicaba el inicio de “Noticiero Familiar” que emitía Teve France a las siete de la tarde. Era de lo más visto y en el transcurso de la emisión se intercalaban coberturas mundiales (avistadas desde los satélites en vivo), con concursos de preguntas y respuestas conducidos por Sophie.
La modelito de nueve años tenía enloquecido a grandes, niños, hombres y mujeres. Era una hermosa y precoz manequine que había desarrollado unos prematuros pechugones como consecuencia de su adicción a las patas de pollo con caramelo de la Bio Corp.
Los dulces muslitos, frutos de la experiencia genética, eran producidos en serie, sin necesidad de contar con un pollo en cuerpo completo. El logro de los genetistas fue la fabricación de patas que se multiplicaban como fotocopias. Al final del proceso un baño de caramelo otorgaba el toque distintivo. El consumo se expandió rápidamente y una consecuencia “no deseada” casi opaca el suceso. A las niñitas les empezaron a crecer las tetitas. Frente a esta situación, la BioCorp, contrató a una de las afectadas y la transformó en la modelito Sophie.
Fue magistral aquella jugada. Debido a la promoción de la niña de turgentes pechines, se triplicó el consumo de las patas de pollo con caramelo. Todas querían tener las tetas de Sophie.
En el programa era secundada por el muñeco de un gallo gracioso y gritón. Sophie preguntaba a los niños detalles de las noticias recién vistas y estos contestaban con tipeos acelerados sobre el teclado que venía adosado al televisor. Si acertaban, la empresa “Biocorp” les enviaba en menos de treinta minutos una partida de sus famosos productos de ave para cenar.
Fue esta la razón por la cual, ni bien apareció en la pantalla “Noticiero Familiar”, le tiraron unas hojas de lechuga al roedor de varieté y se abocaron de lleno a seguir la emisión del día.
En cuanto al cubículo de vidrio que contenía al animalito, tenía relación con el “estilo decorativo Lego” que estaba haciendo furor en Francia por esos tiempos. Sillas, mesas, aparadores, inodoros, mesitas ratonas, objetos, camas, todo estaba diseñado en cubos que podían acoplarse perfectamente, como prescribía el difundido sistema infantil de juegos con ladrillitos.
Frente a la pantalla, los ojos de la familia departían la intención de sus órbitas entre la pecera y las imágenes de la programación.
El cobayo pretendía llamar la atención y hacía morisquetas.
A Anne Marie le mostraba siempre los dientes filosos y se ponía loca, decía: “la Rata me odia”.
Jean pleno de templanza le respondía: “Cocot está haciendo una pantomima de Castor” y luego acotaba la pequeña: “mamá, no ves que Sophie te quiere. Mirá como se ríe cuando hablamos de vos”.
Y Anne Marie mutaba la piel en papel de arroz cuando el hamster además de mostrarle los dientes “de castor”, sacaba las garras en punta y le daba enfurecido al cristal de la pecera.
Con los niños se dio una buena integración.
Cada tarde, cuando los niños llegaban del colegio les hacía alguna acrobacia que consistía en darle a las corridas sobre la rueda, parar de golpe y, por fuerza centrífuga, volar hacia arriba. En el aire daba una vuelta de tirabuzón y luego caída firme en cuatro patas, redondeando un cuadro perfecto.
Phillipe y Colette aplaudían haciendo con las palmas ruidos secos.
Para lo hijitos el regalo resultó oportuno, papá Ledoux se ausentaría por el viaje que lo iba a internar en el desierto del Sahara Occidental y fue el cobayo un gran compañero de los pequeños.

Dos semanas más tarde, para cuando Jean retornó de ese periplo, los niños en tropel se le fueron encima.
El reencuentro fue pura fiesta y Jean debería haber sido pulpo para poder abarcar con sus brazos a la familia en pleno. Todo era bulla: los silbidos de la olla a presión, la televisión con el volumen hacia arriba y el hamster girando en el piso aserrín con la lengüita salida para un costado.
El batifondo venido desde la tele hizo que callaran y orientaran sus miradas a la pantalla para ver el adelanto de lo que sería la pelea de box de todos los tiempos.


Tras pasar la publicidad rimbombante, Jean desenvolvió la lengua. Restregándose las manos le preguntó a su mujer:
- “¿Qué hay de rico para comer?
- “Mon amour, te esperé con el repollo que tanto te gusta”
Y sin que intercediera un roce, aquella vocecita dulce de Mamá Ledoux dándole la buena nueva, le aceleró una erección. Para sortear el incidente introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y con precisas maniobras recompuso la línea en el meridiano izquierdo de las bragas.
Anne Marie se sonrojó.
Era un código compartido. Ella odiaba el repollo porque sabía que la consecuencia digestiva se corporizaba en espectrales y fétidos cuescos de entre sábanas. Pero sabía también que Jean respondía a ese gesto con un corto, pero efectivo encuentro mensual de sexo.
Anne Marie había iniciado la cocción horas antes para sorprenderlo. Como no tenía coles en existencia, salió excitada hacia la verdulería del bueno de Monsieur De Bono, distante veinte metros de su edificio, para comprar los repollos. El verdulero se asombró cuando descubrió que la mujer respiraba agitada como si hubiese venido trotando desde Hyeres-Les-Palmiers. Pero la discreción de un francés educado evitó que la interrogara. Con las manos decididas, recogió el repollo producido en la hidroponía de los “Viveros de la Eterna Primavera”, de la isla de Porquerolles.
Dentro de la cocina se la pasó trinando el repertorio de Edith Piaff.
Tan pronto como el vapor copó el departamento, los perfumes enloquecieron al cobayo. Este empezó a dar saltos ensortijados de bailarín clásico para llamar la atención de la cocinera.
A la hora de haber iniciado el espectáculo, casi extasiado, logró que la madre lo divisara. Cuando se acercó para ver “que le pasaba a la ratita”, el roedor la esperaba con una formidable composición de ternura. Había tirado para abajo las orejas, los ojitos caían desde el extremo hacia el piso de aserrín. Y, al final, le soltó una lágrima que surcó los pelitos de la cara, haciendo trampolín sobre el hocico.
Anne Marie fue por lechuga y la mascota nada.
Quedaron hocico a cara. Uno frente a otro. El ratonzuelo empezó a mover los bigotitos como si fuesen dedos de mago a punto de dar con un encantamiento. Tan efectivo fue ese accionar que logró que Anne Marie interpretara la solicitud. Fue donde el repollo y le llevó unas hojas sin hervir.
Sophie-Cocot-Rata se comió todo y cuando los chicos llegaron encontraron al hamster dándole a la masticación en forma inusitada.
“Mamá, ¿viste como le gusta el repollo a Sophie?”-dijo el niño.
“Si”-respondió la madre-“querés darle más”- y le acercó nuevas porciones.
El animalito estaba desesperado por más y más. Pero como ha sucedido desde los tiempos fundacionales de la humanidad la tentación suele ser mala compañera y cual manzana brotada del edén resultó aquella hortaliza para nuestro diminuto Adán de pecera, aserrín y ruedita giratoria.
El repollo floreció en cólicos dentro de las tripas del ratoncito de laboratorio y luego se tradujo en diarrea convulsa.
El cobayo daba vueltas en el piso como Curly, el de los tres chiflados, debido a la propulsión de los cuescos y haciendo un círculo en el colchón del aserrín (con igual velocidad que lo ejecutaba en la rueda), llegó a cavar un pozo. Los chicos se asomaron y lo vieron quieto.
“Mami, Sophie se durmió”- dijo Colette
La Tele subió intempestivamente el volumen y la familia unida viró la atención al inicio de “Noticiero Familiar”.
Se acomodaron en el sofá haciendo escalerita: Papá, Mamá, Philippe y Colette.
Anne Marie tenía la bandeja individual anti vuelco. La repartió. Cada uno se la calzó del cuello, dejándola firme debajo del mentón.
Ella y Jean la cargaron con el perfumado repollito.
Los Chicos recibieron las patas de pollo con caramelo.
“Noticiero Familiar” hizo una emisión reducida. Aquella noche se disputaba la batalla por la unificación del título mundial categoría Gallo, que tenía en vilo al mundo entero.
Nadie se la iba a perder, excepto por “Sophie-Cocot-Rata”, la que yacía inerte, rodeada por un vaho de pedos, suspendido sobre el cuerpito agonizante, llegado al auto entierro, centímetros debajo de la línea del aserrín donde la rueda daba el último giro de fantasma: “Chiqui”.

Celebración de la carne

jueves, diciembre 07, 2006

TODA LA CARNE AL ASADOR en Mercedes



CARNE ARGENTINA
Editorial Independiente
presenta

*TODA LA CARNE AL ASADOR*
en Mercedes

Sábado 9 de Diciembre 20.30 Hs

Leen en escena:

Alejandra Zina
Julián López
Selva Almada
Osvaldo Rodriguez

+ bonus track musical
Camilo Guinot

en Teatro Talia
Calle 20 entre 29 y 31
Mercedes (Bs. As.)

Sábado 9 de Diciembre 20.30 Hs

Leído en *Celebración de la carne* (II)

2. Osvaldo Rodriguez [Camaleón]
(capítulo 19 de su novela inédita)

Para esta época del año hay muchos papanoeles. Ventas navideñas, fiestas. Todo el mundo quiere su papanoel. Negocio que no tiene un papanoel no funciona. Los papanoeles andan por todas partes. Chicas en bikini repartiendo folletos son papanoel. Los botones de los hoteles son papanoel. Cientos de papanoeles.Gordos verdaderos o falsos haciendo su trabajo panoelesco. Papanoel está en todos lados y aún así siempre faltan papanoeles.

Mientras cumplía el horario de alguna oscura changa, o se preparaba una comidita con restos aparentemente guardados de cenas y almuerzos anteriores, o en aquellos momentos que hasta entonces había dedicado a al desarrollo de meticulosos planes y complots para destruir el mundo, ahora El Rey de la Noche no podía dejar de pensar en ella.
También es cierto que no tenía nadie más en quien pensar. Pero Lucy, la reina de los placeres virtuales, la nueva estrella de las cajitas felices del oeste y madre protectora de los desposeídos sexuales, se había vuelto para él una obsesión.
Iba a verla tan seguido como le era posible, distrayendo recursos antes invertidos en acrecentar su colección musical o en pilas para el antiguo aparato que le permitía escucharla.
Entonces se puso estrictísimo con todo. De ahora en más racionamiento de gas. Ya que estamos en verano el té lo puedo tomar frío. El mate no, el mate frío me descompone.
Como si alguna vez hubiera vivido en la opulencia, se había obligado a prescindir de cualquier lujo o gasto secundario. Solo lo primordial es necesario. Estamos en Período Especial y Economía de Guerra.
Sus fantasías sexuales hasta entonces burdas y fraguadas de imágenes ajenas, ahora le eran propias.
Si bien Lucy lo había impactado de entrada, al principio era todo muy extraño. Talvez no estaba preparado. No todos estaban preparados para Lucy.
A la mayoría ni siquiera le interesaba. No querían nada raro. Solo cosas simples. Instrucciones precisas para ser saciados con eficiencia. Ponete así, ahora tocate, mostrame las tetas, decime papito, putito, patito, sacate todo, despacito, a ver el instrumento, sacalo, chupalo, metetelo en el culo, así, así, así.
Pero Lucy, Lucy era muy distinta. Había otra interacción. Y ella además, para no aburrirse y un poco también por cierta aptitud natural para la tarea, más allá de lo que pidieran los clientes, siempre metía alguna cosita innovadora.
Si le pedían una odalisca, por ejemplo, lo hacía muy complaciente, pero también convertía su blanca piel al más negro de los negros. O llenaba su cuerpo de piercings que nadie había pedido, o sus ropas beduinas se las llevaba el viento y su cuerpo completo se convertía en arena.
Precisamente por esas cosas El Rey de la Noche estaba enloquecido y lujuriosamente enamorado.
De mucho antes ya iba a las cajitas, pero nunca elegía nada en particular. Tenía etapas. Estaba un tiempito con una y un tiempito con otra, pero no eran muchas las variantes y cualquier entusiasmo se le pasaba pronto.
Ese primer día lo atrajo la larga fila para acceder a uno de los boxes. Pensó que sería el clásico tipo de estupidez colectiva. La misma que provoca que la gente se siente en la mesa recién desocupada o se coloque en la primera fila de las boleterías aunque sea la más larga.
No tenía sentido porque en cualquier compartimiento se podía pedir a cualquiera de las chicas del menú. Era lo mismo.
Pero a Lucy no. Lucy había una sola. Ya se había corrido la voz y la incauta mosca de la curiosidad también cayó en la tela de esta araña de mil patas.
Junto a la puerta, los otros cubículos solo tenían un número pero allí los administradores habían colocado de forma improvisada, un cartel con el nombre “LUCY”.
Cuando le llegó el turno, la luz indicadora pasó de roja a verde. Y aquella primera vez, solo por pedir y sin que medie para ello demasiada explicación, el Rey de la Noche le pidió a Lucy un payaso, o para ser más precisos: una payasa. Nada más. Solo uno de esos tópicos comunes.
Y cuando entró ya estaba Lucy totalmente desnuda frente al vidrio que los separaba.
Lucy, muy tranquila y actuando naturalmente como si nadie la observara, se sentó en una silla que antes no estaba y comenzó a maquillarse con distintos elementos que aparecían y desaparecían de sus manos, mientras sus piernas se cruzaban y descruzaban hacia uno y otro lado.
Por momentos tenía la impresión que ella lo miraba directamente a los ojos como si fuera él quien estaba dentro del espejo. Pero eran solo miradas fugaces que desplazaban su excitación de la complicidad al fisgoneo
Cuando terminó de pintarse la cara, también de la nada apareció un perchero con las prendas de un payaso. A partir de ahí y cuando comprendió por donde iba la cosa, no pudo resistir la tentación ni el impulso bestial de la sangre inflamada y se desprendió el pantalón para masturbarse.
Lucy parecía tan viva y era tan distinta a las proyecciones más comunes y elementales, que hasta le producía cierta vergüenza hacerlo frente a ella.
Su cuerpo se iría cubriendo lentamente, con una sedosa blusa colorinche que rozaría los pezones. Y el escote se cerraría hasta tapar por completo esos pechitos guapos luego coronados con un corpiño de conos urgentes y triunfales.
Tenía que aprovechar ahora, antes que Lucy se pusiera el ancho pantalón de tiradores cubriendo su culo de clown. Antes que calzara los pies en los enormes zapatones de ridícula princesa. Antes de eso sacudió y apretó su miembro con pasión, sintiéndolo endurecerse y latir en su mano como una bomba de tiempo.
Casi acabada la representación, el pelo negro y corto de Lucy comenzó a crecer y a volverse azul y luminoso hasta formar la mejor y más grande peluca de payaso que recordaba haber visto.
En el reflejo de sus ojos, la putísima payasa se acomodó las ropas, sacudiendo sus tetas angulares y sopesándose graciosamente el trasero escondido en el holgado pantalón.
En el clímax de la cosa, Lucy descolgó del perchero el detalle final que no puede faltar a cualquier payaso que se precie.
Y al colocarse la pelotita roja y brillante en la nariz, la cara de payasa buena y sensual se transformó desfigurándose en una payasa monstruosa y maldita que abre la boca y extiende la lengua gigante de camaleón, deseosa de lamer el semen del desconocido que en ese instante mismo se estrella contra el vidrio.



Celebración de la carne

martes, diciembre 05, 2006

Leído en *Celebración de la carne* (I)

1. Alejandra Zina [Lisboa]

I.
No gesticula, no es brasileña. Alegría discreta. Lisboa es una mujer que sonríe melancólica, como el fado lagrimal de Amalia, Misia, Mariza.
Lisboa ilumina y su brillo rebota en los azulejos de las casas y en todos esos gatos que reflexionan sobre los tejados, guardianes de algún infierno cercano.
Desde esta colina veo la ciudad partida por un Tajo.
Nossa Senhora del Monte.
¿Cuánto te debo por ese puente que imita al de San Francisco, y por aquel Cristo que planea con los brazos abiertos como su gemelo en el Corcovado?
¿Cuánto por las calles de Alfama, el café a 0,55 centavos, la gracia de Graça, el trole 28 que me deja delante de Pessoa y yo ni me doy cuenta?
Nossa Senhora del Monte.
¿Cuánto por los pastéis de Belém y la queijada de Sintra?
¿Cuánto por los trenes de estación Sodré, por los cigarrillos Arizona que aprendo a armar mirando a Príncipe João?
¿Cuánto más por Cabo da Roca, la última piedra de Europa, antes de caerse al Atlántico?

Estoy sentada en una de las mil Pastelarias de la ciudad (bar de cinco mesas, de salgados, de bollos dulces), y sobre mi cabeza explotan las moscas como chaski-bum en el artefacto del tubo fluorescente. Con cada explosión invertebrada, bajo los párpados y subtitulo el mundo: Lisboa es amarilla y huele a canela.

II.
Siete días atrás, a la misma hora pero de otro continente, subo al autobús que me devuelve a Madrid. Justo cuando empezaba a decir “autobús”, estoy volviendo.

III.
La voz de Lura retumba y me transporta a una tierra que ignoro pero quiero presentir. Lura nació en Cascais (20 kilómetros de Lisboa), sus padres no.
Sus padres son de Cabo Verde, hablan creole pero no lo enseñan.
Cuando la escucho, la veo otra vez bailando con una tela anudada que le hace crecer las caderas. Cara de luna negra, pulida, piel de pantera.
Lura-Lua.
Soy una burbuja que sale de su boca.
Soy uno de sus dientes blanquísimos, y su risa me subdivide en infinitos puntos blancos, como la nieve que no vi allá, como el granizo al que nos empezamos a acostumbrar acá.

IV.
Antes de irme conozco al hombre-Daktari. Con bermudas y borcegos Daktari, camioneta Daktari y ojos tremendamente abiertos, como si jamás dejara de sorprenderse.
Manuel Mântua: mozambicano por adopción, fumador de todo menos de tabaco, músico sin partitura, cuidador de peces y focas, mi guía africano.
Manuel y Príncipe João me regalan una travesía que despega en una mesa con sopa, pescado y mousse de mango, sobrevuela la avenida Libertade, y aterriza en un teatro forrado de gente. Me tapan los ojos y no puedo ver nada, no puedo ver más que el pasillo que nos lleva hacia el palco. Ahí mismo salta al escenario la mujer que me expulsa a la luna durante dos horas.
Salimos y la fotografiamos, la deseamos, la tomamos en cerveza Sagrets, la fumamos en hash y seguimos hacia el Club B.Leza donde se alargan las notas del fumaná.

V.
A Portugal no le queda otra. A Europa no le queda otra.
En Angola, Guinea, Mozambique mataron a todos los que pudieron, pero cinco siglos duran varias eras. Mis amigos dicen: los africanos hablan el portugués mejor que nosotros.

VI.
“¿Cuál es tu favorito?”, pregunto a Manuel.
“El vermellho”. Cuando lo pescó en las islas Azores era diminuto y amarillo, pero con los meses fue mutando de tamaño y color. Hoy es ancho, largo, rojo y se deja acariciar el lomo. Tomo foto del pez favorito.
Sigo a mi guía por los pasillos de corales, estrellas marinas y burbujas unicelulares, lo sigo mientras desgajo una mandarina y soy testigo de su preocupación por ese pez marroncito y sin gracia que acaba de llegar y no se adapta; choca contra las paredes de la pecera y no se adapta.
“Hay que darle tiempo al nuevo prisionero”.
Visito al axolotl –engendro desgraciado y literario–, visito la fluorescencia de nemo, visito el dúo de focas que me miran a los ojos como mi perra bichicome.
En un momento, en algún recodo del Aquârio Vasco da Gama, se me empiezan a caer las escamas. Mi piel se ablanda como la del calamar conservado en formol y mis pulmones ramifican en branqueas. La presión del agua revienta mis tímpanos. Por suerte, puedo leer los labios.


Celebración de la carne